Una persona es asertiva siempre que sea capaz de ejercer y defender sus derechos personales, y siempre que al hacerlo no violente los derechos de los demás. Siendo así, hay dos formas de comportamiento que alejan de la asertividad hacia dos extremos opuestos. La primera es la de la persona sumisa, inhibida que se deja manipular por otros. La segunda es la de la persona que, en aras de defender sus derechos se muestra agresiva violentando los derechos de los demás.
Dicho de otra forma, la asertividad es una forma de comportamiento que se encuentra en la zona intermedia entre la sumisión y la agresión. La persona asertiva es aquella que tiene la capacidad para cuidar de sí mismo. Alguien que sin ser individualista se reconoce como un individuo con derechos propios, y que, a su vez, reconoce los derechos que los demás tienen. Con esta actitud va creando un estado mental saludable, el cual se refleja en su capacidad para expresar adecuadamente lo que se piensa y siente, así como para comprender los que piensan y sienten los otros.
Los derechos que creemos tener están íntimamente relacionados con los valores que tenemos. Los valores son motivaciones fundamentales, intereses que nos impulsan a tener actitudes y comportamientos en concordancia con ellos y, en consecuencia, a defenderlos. La persona agresiva considera que tiene derechos innumerables y que no son negociables, mientras que, por el contrario, la persona sumisa piensa que sus derechos son pocos y completamente negociables.
Cada persona tiene sus propias creencias, mismas que van determinando su personal jerarquía de valores. Es a partir de ella que cada uno genera su propia identidad. Es decir, que la imagen que cada uno tiene de sí mismo está en íntima relación con sus creencias y valores. La defensa de la identidad personal es un proceso natural y saludable. De ahí que, sea de nuestro agrado o no, tendemos a defender nuestra identidad para mantener la salud mental.
La asertividad, como muchas otras cosas, es un proceso que tiene que irse perfeccionando. Se trata de una habilidad de comunicación que se aprende y cultiva, y que está íntimamente relacionada con la afirmación de la identidad propia. Es un hecho que fortalece la autoestima y la propia dignidad, pues no se puede solicitar ser respetado por otros, si cada uno no se respeta a sí mismo. En consecuencia, facilita controlar la violencia interior para proteger inteligentemente la dignidad, sin afectar a nadie más.
También podemos señalar que la asertividad ayuda a resolver problemas, así como a mejorar la comunicación. Como resultado de ello, permite construir relaciones más funcionales, más directas y auténticas. Toda relación, por las diferencias naturales de perspectivas personales, es susceptible de generar problemas. Los problemas interpersonales sólo pueden resolverse si se dispone de toda la información relevante con relación a lo que en verdad pensamos y sentimos y, si a la vez, somos capaces de comunicarlos de manera asertiva.
Ciertamente que comportarse asertivamente requiere de dominar ciertos obstáculos. Entre ellos encontramos el miedo. Cuando el miedo hace su aparición las consecuencias pueden llegar a ser desastrosas. El temor a que los derechos propios no sean respetados pueden llevar a uno de dos comportamientos, o bien a renunciar a ellos terminando por perder el sentido de la autoestima, o, por el contrario, a hacer una defensa tan extrema que se termina por mostrar una postura agresiva.
En ocasiones el miedo se asocia con el sentimiento de culpa, lo que también produce resultados inadecuados. La culpa que despierta el miedo de herir a alguien tiene como consecuencia que limitemos nuestra capacidad para ser asertivos. El sentido de culpa mal entendido puede llevar a una persona a buscar, de manera obsesiva, “ser bueno”. También puede generar el temor a ser “mal evaluado” por los demás. En última instancia, se trata de una pobre autoestima y falta de seguridad personal, que puede derivar en juzgarse y castigarse a sí mismo.
Cuando la mirada de los demás lleva más allá de la culpa se llega a lo que llamamos vergüenza. Si se tiene miedo a actuar de forma errónea y hacer el ridículo, la tendencia será la de ocultar los sentimientos y las necesidades, pues al hacerlos la persona llega a sentirse psicológicamente desnuda, vulnerable, expuesta a la crítica de los demás, ya bien sea esta real o sólo imaginada.
Es muy posible que todos, en algún momento de nuestras vidas, hayamos sentido vergüenza, y la hayamos superado sin mayor consecuencia. La vergüenza puede tener dos orígenes, uno externo a la persona y el otro interno a sí mismo. Cuando el origen proviene de nuestro entorno y es permanente y fuerte, puede tener efectos altamente nocivos. Sin embargo, existe la posibilidad de alejarse de las circunstancias que la generan. El problema grave surge cuando se construye la vergüenza interna, pues tiende a estar presente y acompañarnos de forma permanente, convirtiéndose así en un mal crónico del que no es fácil escapar.
En la vergüenza interna el enemigo a vencer está dentro de cada uno. Hay una tendencia a juzgarse y condenarse, lo cual va destruyendo la identidad que se tiene de sí mismo. Se confunden los hechos con el “yo”. El diálogo interno tiende a dejar de ver el comportamiento y a hacer énfasis en la persona. De esta forma se ataca la identidad personal, pues, por ejemplo, en lugar de decirse “hice el ridículo”, se dice “soy ridículo”. Mantenerse en esta condición termina por destruir a la persona, pues se siente avergonzado e indigno de sí mismo. Resulta comprensible que personas con esta dinámica interna tiendan a aislarse de los demás, y sentirse profundamente infelices.
La solución para este tipo de situaciones antes mencionadas es comprender el poder de ser asertivos, capacitarse para actuar así, y hacerlo de manera consistente. Cuando expresamos nuestras opiniones, sentimientos y necesidades de forma asertiva, crece nuestra autoestima, generamos mayor fortaleza y seguridad personal, mejoramos nuestra capacidad de interacción y nos sentimos más aceptados y reconocidos. También incrementamos nuestra capacidad para tomar decisiones propias, mejoramos nuestro control emocional, incrementamos nuestro sentido de valía propia. En resumen, aumenta nuestra calidad de vida.
En consecuencia, crece nuestra empatía y comprendemos mejor a los demás. Sin lugar a duda que no sólo en el ámbito de las interacciones personales, sino en las empresariales, sociales, políticas y diplomáticas entre naciones, todo mejoraría radicalmente si aprendiéramos a comunicarnos de una forma asertiva.
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